domingo, 20 de febrero de 2011

"Santo Pasión" te invita a disfrutar de un cuento...

"El santo del cartón"

Por Mariano Fradejas.

“El Pocho es así. Su destino está marcado y no lo va a cambiar”, susurraba doña Berta mientras dejaba caer resignada sus lágrimas de pena en el piletón, luego de recibir la primera notificación policial por su hijo mayor en la casilla 32. Era una de esas tardes somnolientas de la villa. En las que el sol marcaba a fuego las penurias de los olvidados, pero a la vez guiaba el camino cansado de los carros botelleros que despuntaban su jornada sin cesar en busca del pan y el jornal de cada día. Doña Berta era el fiel ejemplo de las hijas del sudor y la desdicha. De las madres del dolor y la esperanza. Y de las esposas sin sueño. Pero tenía un estigma imborrable que le llegó una fría mañana de otoño con la impronta de un regalo del cielo no buscado: El Pocho Paredes, el primer hijo varón de una familia que luego habría de desparramar su herencia en ocho gurrumines hambrientos y desrropados, que le dieron vida a la fría y oscura casilla de doña Berta, aquel manto humilde de amor, de chapas oxidadas por la lluvia y desgastadas por la miseria existencial.

De los ocho pichones, el mayor, el Pocho, era distinto a todos. Despuntaba su jornada desde el crepúsculo del día, aventajando la luz del amanecer de Mataderos, y cargando en un vagón su alforja de esperanzas, aquella que llevaba repleta de ansias de superación y de sueños de él y de sus ocho hermanos. “El pan en la mesa de su familia nunca va a faltar, y la sonrisa inocente siempre iba a estar dibujada en los rostros de los carasucias en el comedor de la villa, mientras el Pocho esté”, coincidía la barriada entera con respeto y admiración. No era un símbolo de revolución, ni un Robbin Wood de la periferia porteña, ni mucho menos. Pero en Mataderos él significaba para muchos el estandarte de los despojados, un personaje entrañable que siempre repartía una dádiva de ilusiones y un torrente de optimismo en medio del desierto de la desdicha y la malaria. En casa de Pocho hubo semanas enteras sin morfar, pero nunca, jamás, faltó un solo día sin esa sonrisa dibujada en sus pómulos y sin esa comunión pagana que comulgaba religiosamente con sus nueve soles, que en definitiva, eran sus fuerzas, que impulsaban sus ganas de enfrentar diariamente la indiferencia y la desidia de la cruel y poderosa jungla de asfalto que lo rodeaba.

La única mancha en el intachable legajo de este noble caballero de jogging y zapatillas era su amistad incondicional con el “Gitano”, el jefe de la barra brava de Chicago, el club de sus amores, aquel que todos los domingos le regalaba al Pocho sus instantes más felices. El fútbol para el Pocho se resumía en tres palabras: alegría, pasión, sentimiento. Y cada domingo, cuando el “Torito” salía a la cancha, el pibe desenfundaba el papel de su historia y fumaba la yerba que liberaba las compuertas de su diaria prisión. Y se transportaba, conseguía olvidar por noventa minutos la cruda realidad de la gran aldea que lo miraba con desprecio, del sonido armonioso y angustiante de las tripas hambrientas de sus pichones, de aquella arrolladora cuchillada sonora de la locomotora del tren y de los kilos y kilos de cartones que reciclaban día a día su existencia. El tablón que temblaba al ritmo de su corazón, los trapos que decoraban la tarde y que eran la síntesis de un trabajo a pulmón y de horas eterna de costura de las mujeres de la villa. Los cánticos del alma que escapaban de miles de gargantas contenidas y embroncadas, se transformaban en un caño y un firulete maradoniano para eludir a la depresión colectiva. Y el Pocho, fiel a sus afectos, era uno de ellos.

Su vinculación con el “Gitano”, su amigo de la infancia, lo “marcaba” en cada batalla campal de visitante y más de una vez los pabellones carcelarios de furioso cemento empezaban a ser testigos de las eternas noches donde el calor materno y las caritas de sus gorriones se extrañaban más que nunca. Pero hay algo que era cierto, y es

Que su identidad condicionaba al juicio constante de la sociedad, que lo condenaba domingo tras domingo por

portación de rostro, por su inevitable destino, por su insignia y su bandera. Por su rebeldía con causas y su identificación con la tribu olvidada y oprimida. Esa misma identidad, que le valió ligar uno y mil palos en los paravalanchas o en los accesos de la cancha de Chicago o de Vélez. Fueron sus raíces bien profundas, pero también un sello ineludible de su tormentosa infancia, de interminables años de gambetear la miseria en los potreros repletos de barro, de pelotas de trapo y de gloria inventada.

Pasaron varios meses y los hábitos del mayor de los Paredes empezaron a cambia. El Pocho en ese entonces ya era el segundo cabecilla de la barra del “Torito” y secundaba al Gitano en todas las canchas de la capital y el conurbano. El se encargaba de gestionar los micros para los viajes con los dirigentes y “careteaba” con su habitual carisma y simpatía un manojo de entradas para los pibes. Además organizaba rifas para el comedor y consustanciaba su espíritu solidario con la pasión de su verdinegro querido. Constituyó una red social sin precedentes que amalgamaba su amor por el fútbol con su generosidad con sus pares, aquellos que cuerpeaban junto a él, palmo a palmo, la inclemencia del despiadado sometimiento del sistema que los excluía. Eso sí, la casilla de los Paredes empezaba a llenarse de nuevas amistades que inspiraban la más absoluta desconfianza en las corazonadas de madre de doña Berta.

Hasta que una convulsionada tarde de mayo, en cancha de Chacarita, luego de un intrascendente empate en cero en el campo de juego, una emboscada de los funebreros que buscaban revanchas por las maldades del Gitano, terminaron en una enredada que dejó a la barra del Torito sin el miembro más querido. En un acto de arrojo, valentía y fidelidad dignas de su grandeza, en defensa de su amigo, Pocho cayó arrodillado en el cemento, atornillado al cordón de la vereda tras recibir un puntazo traicionero del Tripa. El Tripa era un matón a sueldo, dealer y puntero político, conocido en Chacarita por su protección y sus tranzas con el poder, que hasta el día de hoy goza de impunidad tras darle fin a una vida ejemplar y llena de ilusiones injustamente truncada a los 28 años. La obra del humilde ángel de la villa pasó a la inmortalidad de la forma más trágica, pero a la vez más heroica y digna de la vida de un mártir de la pobreza. Hasta el día de hoy todo Mataderos llora la muerte de su héroe de chapa y adobe, de su santo anónimo e inmortal, de quien supo llevar con orgullo la bandera de los marginales y defenderla a ultranza, hasta con su propia sangre empapada en dignidad, honestidad y nobleza.

Hoy la villa todavía pena por la partida de su héroe de cartón. Hasta la hinchada de Chicago inmortalizó su imagen de niño pobre en una gigante tela y su nombre se pronuncia con respeto hasta en la boca de los malandrines más pesados. Los pibes del Comedor del barrio ya no dibujan sonrisas, pero aguardan con ingenua esperanza ver nuevamente sus manos francas y limpias llenas de regalos. Su madre continúa desagotando sus lágrimas en el viejo piletón, pero tanto ella, como los ocho querubines que le quedaron en el nido, llevan consigo la más rica herencia y el legado más invaluable entre tanta escoria. El ejemplo de un pibe de Mataderos que jamás recordarán los libros de historia, pero en quién sus seres más cercanos se encomiendan como “el santo del cartón".

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